lunes, 4 de octubre de 2010

La despedida

Prendió el último cigarrillo y leyó la carta una vez más. Una cuartilla había bastado. Una cuartilla para una despedida. Deseaba ser precisa, no excederse en el argumento ni inventar razones para camuflar las verdaderas y que doliera menos; ya seguiría tedioso para Leonardo leer así que no pondría más tensión escribiendo una carta de páginas enteras.
Dejaba claro que lo amaba pero también aclaraba que con los años había entendido a través de su carne, que el amor no era un asunto sagrado y que llega a cansar, torturar, fastidiar, desgarrar, acabar y corromper. Lo amaba, si lo amaba pero estaba terriblemente cansada de luchar todos los días contra los absurdos de una supervivencia diaria que le causaba tanto malestar, tanta dificultad y que por eso había decidido irse. No se iba por él, se iba por ella.
"Me voy por mi"- pensaba mirando su caligrafía torcida y visiblemente nerviosa. Se iba por ella, porque se había convencido de que esa salida era la única salida y no quería intentarlo más. Pensaba en las rutinas matutinas cuando se sentaba frente al espejo evitando mirarse a los ojos para no horrorizarse ante sí misma por su decadencia; maquillaba su mueca de permanente frustración, pretendía que el polvo cubriera las arrugas de la desolación y las imperfecciones de esa vida que tanto odiaba.
Siempre deambulando por la casa como un eco de su propia voz, como una representación falsa de lo que debía ser, una pantomima de mujercita perfecta puesta en su lugar; fruncía los labios para no gritar, siempre apretando la boca, tensionando el cuerpo y recordando que no podía, que no debía lamentarse y así cada noche se acostaba sabiendo que no había muerto sólo un poco sino que vivía bastante poco.
Dejó la nota y caminó un poco en círculos, estaba tan fría, temblaban sus manos y su cuerpo, tenía miedo, tantísimo miedo; las ganas de vomitar le revolvia el estomago y de pronto todo se hizo tan ajeno; era como si pudiera verse desde afuera, como si otra se sintiera tan pequeña en esa habitación tan extraña ahora. Buscó torpemente en sus bolsillos y sin darse un segundo para reflexiones previas, tomó el veneno que durante días cargaba consigo mientras esperaba tener el valor o la cobardía suficiente para beberlo. Antes de perder sus fuerzas caminó hasta la cama con la cartica en las manos y se acostó boca arriba aferrándose al papel.
Leves convulsiones sacudieron su cuerpo, al tratar de respirar el pecho sonaba como una vieja locomotora; le parecía que la cabeza se le partía y que diminutos duendes le comían el cerebro; se fue entumiendo desde los pies, dentro de la piel le hormigueaba la sangre bulliendo caliente y sintió miedo; sus lágrimas desesperadas mojaron la almohada y se ahoga con su propio llanto sintiéndose reventar. Piensa en ella tan miserable, intenta anesteciar el dolor recordando que por instantes se sintió medianamente feliz, las imágenes se sucedieron unas tras otras y como un ritual ordenó las memorias que ya no viviría: Las tardes de lecturas tirada en el jardín, el sabor del vino inundándole la boca, el humo del cigarro que expulsaba por la nariz, la respiración de Leonardo en su cuello cada noche, las horas muertas que pasaba frente a la hoja en blanco antes de escribir, Vivaldi y su Invierno, la risa de la madre, el desamor del padre, las guerras entre su sexo y el sexo del hombre que amaba y abandonaba; las luchas constantes, las pequeñas victorias... Dejó de temblar, fue quedandose muy quieta, la respiración se hizo densa, el pecho no sonaba y la fuerza no le permitió seguir apretando la carta. Comprendió tristemente que moría, ya no tendría que obligarse más, ya sólo debía caer y dejarse llevar hasta la profunda oscuridad; en ese último segundo, sin ganas de entregarse a la muerte que había desafiado, inútilmente quiso sujetarse a la vida.